El suelo está seco y el ambiente húmedo. La ropa, mojada, se pega al cuerpo. Se arruga y forma pequeñas bolsas de sudor. Las gotas resbalan por la espalda. Te pica todo el cuerpo. Como no, si la selva está llena de bichos. Caminas. En silencio. Son cuatrocientos kilómetros de espesa vegetación. Algunos rayos de sol se cuelan entre altas copas de los árboles. El ambiente, por un segundo, se vuelve dorado. Pero pronto el rayo desaparece y la selva queda sumida en una sombra tenue. Manchas verdes y marrones.

Los árboles se retuercen, danzan, se doblan y agachan. Se levantan, se arrodillan, saludan y finalmente se alzan hasta el cielo. En el camino se entrelazan con las gastadas rocas que forman los templos. Y entran en los sombríos corredores de los mismos. Frescos, cubiertos de terciopelo verde y húmedos. En el exterior, custodiando las entradas y el interior de los edificios hay enormes caras de piedra con los ojos rasgados y los pómulos marcados. A pesar de haber sido talladas con una sonrisa en el rostro su expresión es seria. Me recuerdan, en parte, a la Mona Lisa. Enigmática.

Las habitaciones permanecen en silencio a pesar de los años. Siguen estando a oscuras, solo que ahora también abandonadas. La única vida que hay allí es la selva que engulle lentamente la ciudad. Las galerías ya estarían sepultadas si no hubiera sido porque la salvaje vegetación, la misma que ha desvencijado puertas y ventanas, ha actuado como cemento evitando su derrumbe.

Una ciudad que susurra al olvido. Una ciudad escondida en el espesor de la selva que ha guardado entre sus paredes las historias milenarias de un pueblo que logró recrear el hogar de los dioses en la Tierra. En el año 802 el rey Jayavarman II sometió a las tribus que vivían en esta selva camboyana y creó un único reino donde se autoproclamó rey-dios. Para reforzar su ascendencia divina construyó templos religiosos e inició una tradición que continuarían sus sucesores durante siglos.

Los motivos del abandono de la ciudad se desconocen, aunque algunos apuntan a las sucesivas guerras en la región. Por ahora, hay un total de novecientos diez monumentos contabilizados, que han permanecido durante siglos en el olvido. Gracias a las ramas de los árboles que sellaron puertas y ventanas y a las gruesas raíces que sirvieron de soporte para estos templos, hoy en día se mantienen en pie. Aunque cubierta por el verde manto de la selva, la ciudad sagrada de Angkor, epicentro del Imperio Jemer, conserva el esplendor de una de las dinastías más sanguinarias y temidas de toda la historia.

La religión Jemer, y con ella el estilo arquitectónico de los templos, fue variando debido a las influencias de comerciantes hindúes y a la entrada del budismo en el siglo XII. Sus habitantes pasaron de tener una religión animista, que veneraba el alma de objetos y elementos del mundo natural como si fueran dioses, al hinduismo. La construcción de los templos durante la época hinduista trataba de representar el ascenso al Monte Meru, hogar de los dioses, con escaleras muy empinadas que simbolizaban la subida a la montaña sagrada. Con la llegada del budismo, los templos se comenzaron a construir de forma horizontal y la imagen de buda se mezcló con la iconografía hindú.

5 comentarios sobre “Angkor, susurros de una ciudad perdida

  1. Fantástica descripción de la ciudad de Angkor en la selva camboyana, que te permite soñar, caminar y sobretodo revivir los pasos dados por esa enigmática y bella ciudad perdida en la selva

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