Me fui a dormir con la canción de la jungla, bajo un manto de estrellas y protegida por una segura e impenetrable mosquitera. A las 6 de la mañana se hizo de día. La canción seguía puesta, nadie la había apagado durante la noche.
A través de la mosquitera se colaban los primeros rayos del sol y sentía como el barco se bamboleaba de izquierda a derecha. Yo me balanceaba con él.
Aquel amanecer transcurría a cámara lenta. Algunas ramas de la selva se agitaban al paso de los macacos y narigudos. El río, color chocolate, reflejaba las nubes y siluetas de los árboles, y el sol, de un brillante tono dorado, bañaba cada rincón de aquella frondosa selva.
Sentía como el calor de la mañana bronceaba mi cara, los brazos y las piernas entumecidas aprovechaban para estirarse y la noche fría quedó muy lejana.
Al girar la cabeza vi pequeñas gotas de lluvia impactando contra el agua. El cielo estaba despejado, así que probé una vez más y entonces distinguí unos pequeños y casi imperceptibles zapateros que danzaban sobre el agua.
Giré de nuevo la cabeza, aunque con cierto aire remolón, y vi que la mesa estaba repleta de tostadas recién hechas, huevos revueltos, crepes, zumos, té y café. Un festín en medio de la nada. Mientras, el capitán puso rumbo río arriba y la traqueteante máquina acató las órdenes sin rechistar.
El hombre de los bosques
El silencio más profundo inundaba el lugar. De pronto, a lo lejos se agitaron las copas de los árboles. No se veía nada y sin embargo se sentía una presencia. El movimiento era cada vez más pronunciado y se acercaba despacio a través de la jungla.

Con el zoom de la cámara busqué al causante de aquel alboroto. De pronto, vi una mancha naranja que resplandecía bajo los rayos del sol de la tarde. Me miró. Yo no pude apartar la vista de él, era el primer orangután que veía en mi vida. Un enorme primate de brazos kilométricos y apariencia amigable. Tenía el pelo de punta, frondoso, desaliñado y naranja, muy naranja. Colgado de un único brazo, a varios metros del suelo, se balanceaba con la precisión de un equilibrista.
De su espalda sobresalían dos pequeños brazos que se aferraban como una lapa. En ese momento, se me derritió el corazón. Una pequeña cabeza se asomó con sigilo y me miró con ojos inocentes. El pequeño orangután ojeaba todo a su alrededor con una curiosidad admirable, eso sí, sin despegarse ni un ápice de su madre, que vigilaba atenta ante las miradas extrañas.

Sus brazos, aparentemente flacuchos, se agarraban con fuerza a los troncos y lianas de la selva. El pequeño se balanceaba sin miedo alguno, surcando las copas de los árboles con decisión y hasta se permitía la licencia de suspenderse boca abajo agarrado de un único pie, mientras ponía caras divertidas a su madre.
Comían plátanos con una velocidad y destreza inigualables. Sobre todo cuando alertados por la compañía de orangutanes más grandes, se llenaban la boca, manos y pies, dejando uno libre para agarrarse a los árboles, y huían despavoridos.
Cada vez se acercaban más, venían de todas las direcciones tambaleándose a cámara lenta, mientras la jungla se estremecía a cada paso de aquellos enormes primates. A la continua y variopinta melodía selvática se unía la llamada que los guardabosques hacían a los orangutanes. Un sonido directo que se iba apagando a medida que la selva engullía su canto y que indicaba que era la hora de la merienda.
Estuve observándolos durante horas. Cada gesto, cada movimiento, cada pequeño detalle me recordaba a lo parecidos que somos. Me veía reflejada en ellos, aunque sin duda eran más tímidos y precavidos que yo, pero por algo la palabra orangután significa en la lengua malaya “persona de los bosques”.
Durante esas horas, se pasearon orangutanes hembras con sus crías, machos, e incluso jabalíes, ardillas y gibones, estos últimos eran especialmente divertidos pues cuando andaban a dos patas bailaban con los brazos en alto para no pisárselos. Todos ellos tenían algo en común. Cuando Tom estaba cerca, se marchaban en señal de respeto, o quizás era miedo.
Tom es el orangután macho más adulto del Parque Nacional de Tanjung Puting, en Kalimantan. Pesa casi 200kg y tiene 32 años. Se podría decir que es la joya de la corona, ya que este tipo de orangután solo se encuentra en Borneo y Malasia y ha sido declarado en peligro de extinción.

A primera vista, llama la atención sus desorbitadas dimensiones. Aunque camina agachado, cuando se levanta, se alza como un armario empotrado. De su cara cuelgan dos gigantes mofletes ásperos y del cuello le sobresale un enorme babero de grasa.
Los machos adultos de esta especie desarrollan unas grandes bolsas carnosas en las mejillas compuestas por depósitos de grasa subcutánea. Esta adaptación sirve tanto para atraer a las hembras como para ampliar unos fuertes y característicos sonidos que emiten gracias a una modificación que tienen en la zona de la laringe.
Volvimos al barco por el camino de los guardabosques, el cual despejan con machete en mano para localizar a los orangutanes. Se trata de caminos salvajes, inundados de vegetación e insectos que no dudan en acercase atraídos por el olor a extranjero. Por supuesto, son caminos que no están hechos a medida de cualquier turista. Shhhh! Mirad ahí delante. Miré detenidamente y vi justo enfrente de mí seis orangutanes con sus crías en medio del camino. Los pequeños se revolcaban por el suelo, jugueteando con sus madres.
Me acerqué despacio y un despistado que se había separado del grupo se aproximó a mi encuentro. Me miró detenidamente, examinando cada detalle de mi presencia. Yo hice lo mismo. Estaba tan cerca que prácticamente nos tocamos. Nos miramos un par de minutos más y después cada uno prosiguió su camino. El grupo de orangutanes se difuminó en la selva mientras caía la noche y yo regresé al barco.

Desde el muelle lucía coqueto. De madera, en tonos azules y blancos. Tenía dos pisos, el de arriba para los invitados, con una mesa, dos colchones y unas butacas de plástico a modo de zona de relax; y la de abajo para el capitán, el cocinero, el mecánico y el guía. El baño era un pequeño cuartillo con un barreño de agua que recogían del río, un váter y justo al lado una manguera de ducha.
Por la noche el barco se transformaba. Desplegaba unos enormes toldos y la tripulación colocaba unas destartaladas pero realmente efectivas mosquiteras estampadas con flores y pájaros de color rosa.
Una noche de película
Cuando cayó el sol, el barco seguía avanzando zigzagueante a través de la jungla. Sentada en la proa del barco, el viento acariciaba mi cara y la humedad de la noche me arropaba lentamente.
Solo se distinguían las siluetas de la vegetación en los márgenes del río. Y el río por el que hace unos minutos navegaba había desaparecido. Un agujero tan profundo como la noche descansaba en su lugar y justo encima se proyectaba el mismo pozo vacío, aunque su belleza no tenía parangón, pues este contenía un firmamento entero. Las estrellas brillaban con intensidad. Era imposible apartar la vista. Me hice un ovillo y estiré el cuello hacia atrás. Aquella noche vi varios cometas e incluso tuve la suerte de disfrutar de una supernova.
Y entonces apareció de la nada una nube de lucecitas tintineantes. Volaban alrededor de las palmeras recordando a los árboles de navidad cuyas luces blancas parpadean sin cesar. Eran diminutas.
Extendí la mano y en un movimiento rápido y seco, conseguí apresar una de aquellas luces. ¡Eran luciérnagas! Abrí con cuidado la palma de mi mano, y como si fuera una bombilla iluminó todo a su alrededor, después salió revoloteando y se reunió con el resto de sus compañeras. Me fui a dormir con la cabeza llena de ideas, sueños e ilusiones. Nunca olvidaría ese día.