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Panorámica del cráter del volcán Ijen, Java, Indonesia

El destartalado bemo, que iba lleno hasta la bandera, nos dejó en el comienzo del camino tras una zigzagueante y nocturna carretera. No pude contener las ganas y cuando se detuvo el vehículo expulsé el contenido líquido que se había bamboleado durante todo el trayecto en mi estómago.

Dejé allí mis entrañas y me dispuse a continuar el camino. La luz que proyectaba la luna era débil pero me permitía el lujo de distinguir siluetas.

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Subida al volcán Ijen durante el amanecer

Apenas veía mis propios pies. No había amanecido y lo único que aportaba algo de claridad en el camino procedía de las linternas estilo minero que llevaban algunas excursionistas francesas incrustadas en la frente.

A un ritmo constante, se alcanza la cima en una hora, pues se trata de un ascenso de tres kilómetros. Me habían dicho que el camino contaba con tramos de 40 grados en pendiente. Claro que, me acordé de todos ellos cuando comprobé que aquellas pendientes eran de al menos 70 grados.

Tras un largo esfuerzo, el sol comenzó a asomarse tímidamente por encima de las montañas y volcanes, mientras el cielo, lentamente, se encendía de sombras ardientes rojo y naranja. En la distancia, nubes de color rosa cabalgaban con el gélido viento a través de los cráteres que se alzaban como guardianes gigantes. Pronto la noche sería día y con ella acabaría el silencio y la oscuridad.

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Las nubes y la niebla envuelven las montañas

Notaba como el sudor me corría por la espalda a través del grueso polar. Las gotas resbalaban por la frente e impactaban en el húmedo suelo terroso y un denso olor a azufre impregnaba el ambiente.

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Piedras de azufre

No estaba sola en aquel recorrido, incluso había gente que bajaba de la cima, y que equívocamente me hacía pensar que quedaba poco para llegar. Yo estaba subiendo a las 4:00 de la mañana, pero aquellas personas  habían subido a la 1:00 para ver el blue fire. Qué panda de lunáticos.

También bajaban y subían mineros locales que cargaban cestas con enormes piedras de azufre. Hombres cuya media de edad rondaría los 30, escuálidos y enclenques, que cargaban en sus hombros hasta 80kg en cada viaje. Las cestas se tambaleaban y la caña de bambú que sujetaba ambas partes se doblaba como si fuera de goma. Sus rodillas se encogían y el cuerpo se achicaba aún más. A pasos cortos y rápidos se colaban entre la marabunta de turistas y los adelantaban sin piedad.

Entre 200 y 500 indonesios trabajan en estas minas, en el corazón del volcán. La esperanza de vida de estos mineros es 20 años inferior a la media nacional, es decir, que quienes llegan a los 50 años de edad son auténticos héroes.

Unas rudimentarias tuberías de cerámica se encargan de canalizar el azufre rojo sangre que mana de diversas fumarolas, y de enfriarlo hasta que se solidifica y adquiere su tono amarillo. A veces, el mineral brota en exceso y, para evitar una reacción pirofórica en cadena, los trabajadores tienen que enfriarlo con agua del lago, que es el más ácido del planeta -El País.

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Corazón del volcán donde extraen el azufre

Pequeñas motas amarillas se repartían a los lados del camino y señalaban la dirección al cráter como las baldosas amarillas del Mago de Oz. Cada vez estaba más cerca. Podía sentir a cada paso que daba que esa era la última subida y que tras el cambio de rasante se abriría, espléndido y majestuoso, el inmenso cráter del adormilado, que no inactivo, volcán Ijen.

Llegué con la respiración entrecortada, pero la vista era de una belleza espectacular. El azul turquesa del lago en el fondo del cráter se entremezclaba con los grises de las paredes agrietadas del volcán, salpicadas por el amarillo del azufre. Una tímida vegetación aportaba una nota verde y luchaba contra la capa de niebla blanca y la fumarola de azufre que azotaban la cima.

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Paredes agrietadas del volcán

La columna de gas era tóxica, espesa y opaca. El aire helado, suponía una trampa mortal, pues la humareda de azufre, que se movía a favor del viento, engullía a cualquiera en su camino.

Temerariamente, decidí acercarme para ver dónde nacía el humeante pilar. Un cartel rojo con las palabras Awas gas beracun anunciaban el peligro que se corría en esa zona, donde comenzaba el descenso al cráter y donde los mineros extraían los bloques de azufre. Casi no se podía respirar, los ojos lagrimaban y se enrojecían y la garganta comenzaba a picar.

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Cartel que alerta del gas tóxico

El viento estaba cambiando de dirección así que había que salir de allí echando leches. Si la nube tóxica nos envolvía las probabilidades de asfixia eran realmente elevadas.

Comencé el descenso del volcán, y con él el concurso para ver quién se caía de culo más veces. Las pendientes eran muy pronunciadas, el suelo terroso estaba mojado y las rodillas me temblaban. Si a esto le sumamos los continuos resbalones y falsas alarmas de los demás excursionistas, que con aspavientos exagerados asustaban a sus vecinos, obtenemos las condiciones idóneas para alcanzar el número uno en el ranking de culazos.

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Camino que bordea el cráter

Durante una hora bajando, puse en práctica varias técnicas para evitar ganar la competición. Podría afirmar que la más efectiva fue la técnica del “caballito andaluz” que consiste en dar pequeños saltitos en zigzag, reduciendo la frenada y mejorando la sujeción a la superficie resbaladiza. Cuanto más despacio, más peligro de impacto.

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Nube de humo tóxico inunda el camino

Cuando por fin llegué a la “meta” tenía dentro de los zapatos media montaña. A pesar de la crudeza del camino, la sensación que se tiene en la cima es inigualable. Te sientes libre, fuerte, optimista, pero sobre todo fascinado por lo que te rodea, por lo desconocido y por lo que creías conocer. Y como no puede ser de otra forma, sufres una sensación agridulce, pues en el infierno que es Ijen, has conocido la belleza y te ha cautivado.

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