Silencio. Un profundo y acogedor silencio. Era esto lo primero que el valle de Mendiondo te ofrecía al despertarte. Había llegado la tarde anterior después de que una serie de retrasos y cancelaciones intentaran acabar con mis ganas de volver al País Vasco. Y digo volver porque hacía ya muchísimos años que no pisaba sus verdes praderas o deambulaba por sus bulliciosas calles.
Cuando parecía que me había acostumbrado al silencio, me percaté de unos sonidos imposibles de percibir en la ciudad. El viento mecía las hojas de los árboles, las ramas crujían, las ovejas balaban y las vacas mugían. La naturaleza se había puesto de acuerdo para darme la bienvenida.
Después del copioso desayuno que me esperaba en la planta baja tocaba ponerse en marcha. No todo iba a ser admirar la belleza del monte. El día anterior, mientras recorríamos la carretera que separaba el aeropuerto de Bilbao con Mendiondo descubrí que entre las altas copas de los árboles se avistaba un castillo. No era la primera vez que mis ojos se encontraban frente a uno, sin embargo, había algo que lo rodeaba que me fascinaba y me imponía a partes iguales.
A medida que nos acercábamos, mis ganas de visitarlo aumentaban. Me iba imaginando cómo sería la vida de la corte. Soldados de brillante armadura apostados en la entrada, un banquete, los bufones haciendo monerías en el centro de la sala… Demasiados libros de caballeros había leído, pensé.
Me habían dicho que el castillo estaba cerrado, pero no abandonado. Hace unos años una empresa había tratado de renovarlo, pero se había quedado sin presupuesto rápidamente. Por ello, el Castillo de Butrón se alzaba ahora casi sin vida frente a quienes lo visitaban a diario. Era una estampa casi desoladora, pero bella, una extraña sensación que hizo que la visita no fuera decepcionante en ningún caso.
Minutos después dejábamos atrás las torres del castillo y enfilábamos la carretera con la intención de visitar Bilbao. Ya había conseguido acostumbrarme al silencio y la tranquilidad del campo, por lo que llegar al centro de la ciudad fue una experiencia bastante rara. Y más aún cuando te das cuenta de que Bilbao es muy peculiar.
La ciudad parece estar dividida en dos. Una parte, lideradapor el museo y el estadio de San Mamés, con tintes futuristas, y otra, más antigua y tradicional, en la que pude disfrutar del Casco Viejo.
En circunstancias normales no podría decidir entre ambas zonas, sin embargo, después de mi visita al castillo, sentía que el área que rodeaba al museo no estaba hecha para mí. Abundaban las formas onduladas en los edificios, y los colores de las fachadas se movían entre el gris y el plateado. Parecía incluso como si tras las fachadas, y como si naves espaciales se trataran, una legión de alienígenas aguardara para atacarnos.
A escasos kilómetros de esta especie de recreación espacial, se hallaba el Casco Viejo, un barrio casi laberíntico en el que parecía haber más tabernas o bares que personas. Aunque en la puerta de casi todos los locales la gente se agolpaba tratando de captar la atención de los camareros para tomar algo.
Como aficionado a las novelas de fantasía en general y a Juego de Tronos en particular, me veía casi en la obligación de hacer un alto en el camino para admirar San Juan de Gaztelugatxe, Rocadragón en la serie. Rocas había muchas, pero no había rastro de los dragones. Quizás por las mareas de turistas que, en ocasiones, impedían tomar hasta una simple fotografía del lugar.
No puedo decir que la visita a este pequeño islote del norte del País Vasco me decepcionase, pero no era lo que esperaba. Sabía que no encontraría el magnífico castillo que se alzaba en la serie, ya que por desgracia se había creado minuciosamente por ordenador, pero me esperaba una estampa mucho más salvaje y me encontré una horda de turistas que parecía devorar todo lo que encontraba.
Mientras contemplaba la costa del norte del País Vasco, mis ojos se posaron en una pequeña iglesia que me atraía con bastante fuerza. Ya hacía un tiempo que creía que esta región estaba tratando de hechizarme, y cada pueblo que visitaba me robaba un trocito de corazón. Pero nada comparado con Mundaca.
Había oído hablar de que, en verano, los surfistas pueblan la zona, sin embargo, estábamos en enero y estaba bastante vacío y quizás fue eso lo que más me atrajo, la tranquilidad y otra vez, el silencio. Uno muy distinto al que nos había recibido en Mendiondo. Ya no se oía a las ovejas balar y a las vacas mugir. El sonido de las olas rompiendo contra el muelle se entrelazaba con los gritos de los pescadores que desenredaban los cabos y otro sonido que hasta ahora no había oído. Era como si una pelota golpease una pared una vez, otra, una vez más. Y después, vítores.
Rápidamente recorrí la callejuela que se alzaba frente a mí para acercarme al lugar del que provenía el barullo y fue allí, donde lo entendí todo. En la plaza de la iglesia dos jóvenes y dos señores de avanzada edad jugaban un intenso partido de frontenis y a su alrededor, como si de famosos deportistas se trataran, la gente los animaba en cada punto. Era una estampa bastante enternecedora. Dos generaciones frente a frente, en una competición cuyo ganador sería recordado en todo el pueblo. O quizás no, quizás solo estaban haciendo un poco de ejercicio, quién sabe.
Mundaca no tenía grandes castillos, ni tampoco tenía zonas de apariencia futurista. Es más, tampoco se le podría considerar como un digno rival para el Casco Viejo de Bilbao. No obstante, después de deambular por sus apacibles calles descubrí que era la ciudad perfecta para todos aquellos que, como yo, amaban el ambiente de la ciudad y la tranquilidad de la naturaleza. Había encontrado mi pequeño paraíso.