Una ciudad medieval amurallada con aspecto de pueblo pesquero. Fachadas blancas desgastadas, a causa del salitre, y ventanas de color azul añil se esconden tras los cientos de callejones que conforman Essaouira. Huele a mar, especias y pescado. Los gatos maullan desesperados por las espinas y sobras de los restaurantes y mercados, y miles de gaviotas sobrevuelan la ciudad en círculos cual bandada de buitres hambrientos. Sin embargo no es una estampa desagradable. Todo lo contrario. A diferencia de en otras ciudades de Marruecos se puede sentir una paz profunda. No hay caos ni bullicio. Solo el mar meciéndose suavemente entre la espuma de las olas y rompiendo contra las rocas, al borde de la muralla.
En el puerto, una pandilla de amigos se lanzan al agua desde los cañones de la fortaleza y los pescadores vuelven de su dura jornada de trabajo. El sol brilla con fuerza e ilumina los ojos vidriosos del pescado fresco que se expone con gracia en los puestos. Un par de metros antes, una playa kilométrica, desierta y de arena dorada se abre camino hasta la entrada de la ciudad. Quizás hay un par de personas paseando con los pies descalzos sobre la arena. Nadie en el agua. Nadie tomando el sol. Nadie en traje de baño.
En el interior de la muralla todo son calles estrechas y fachadas derruidas que se elevan hasta el cielo. A cada paso, cuelgan alfombras, pinturas y babuchas de todos los colores imaginables. Las mezquitas conviven con las sinagogas y las puertas de las casas, azules, marrones y amarillas, esconden verdaderos secretos.
En una de las calles principales, escondido en una pequeña plaza interior, recuerdo un mercado local de pescado. Desde muy temprano los pescadores salen en busca de hermosas piezas que más tarde exponen allí. Justo en una esquina de la plaza hay un par de mesas y una plancha, que mejor no verla. Echa humo y desprende un calor inhumano, aunque también un delicioso olor a pescado a la parrilla. Se puede elegir el género y después cocinarlo allí mismo. Suelen acompañarlo con pan pita, ensalada y aceitunas en un ambiente familiar íntegramente marroquí.
Por la tarde se levanta el viento y la ciudad queda envuelta en una corriente de aire y polvo que la dota de un halo de majestuosidad. Como rodeada por un manto invisible que danza alrededor de las murallas se comienza a teñir con el atardecer, un espectáculo que hay que admirar desde la torre de la fortaleza junto al puerto hasta que queda sumida en la más completa oscuridad.