El sol del mediodía incidía en cada uno de los poros de mi piel. Podía sentir como mi cuerpo absorbía el calor, mis músculos se destensaban y el latido de mi corazón se acompasaba con la respiración. Lenta. Como si necesitara todo el oxígeno de mi alrededor.

Puede que llevara una hora allí tendida. Sin moverme. Quizás dos. Con los dedos enterrados en la arena, que aún se conservaba húmeda de la marea alta de la noche anterior. A un par de metros de mi posición el mar se mecía de izquierda a derecha. Muy suave. Con un vaivén elegante y parsimonioso. Centrando toda su atención en romper en la orilla. Cuanto más se acercaba, su color era más claro, más limpio y brillante. Una transición perfecta del azul añil al turquesa. Alrededor, una espesa vegetación escondía el lugar. Lo sepultaba de las miradas extranjeras como si alguien corriese una cortina para, así, guardar el secreto. Yo también lo habría guardado para mí.

Estaba rodeada de pinos, eucaliptos y palmeras, donde los pájaros anidaban y canturreaban cada pocos minutos. Olía al característico perfume que trae el mar. Salado. Y también a monte, a pinocha y eucalipto. A tierra húmeda.

Había tardado tres horas en llegar allí desde que esa misma mañana había bajado del tren. El pueblo era un laberinto de calles estrechas, balcones con ropa tendida y fachadas con la pintura desgastada. Un clásico pueblo pesquero donde perderse.

En la playa principal, donde la espuma bañaba el paseo había coloridas barcas de pescadores que, al parecer, habían sido pintadas hace poco. La playa se conectaba directamente con otra playa vecina por medio de una lengua de arena. En la punta de la lengua se alzaba una roca. Majestuosa. Coronada por una bandera a rayas rojas y amarillas, la de Cataluña. Alzando la vista hacia el norte, una montaña rompía la armonía de la costa con un desnivel de 180 metros de  altura. En la cima se aguantaba a duras penas un castillo de estilo medieval del siglo XIII. Cuarenta minutos separaban el castillo de la playa. Y arriba, unas vistas de infarto

Bajando en dirección contraria a la playa y dejando atrás el puerto, el camino serpenteaba entre los acantilados. A través de los pocos claros que la vegetación dejaba entrever se asomaban tímidamente algunas calas de ensueño. Arropadas por los árboles y arrulladas por el mar. Allí decidí abandonarme a mí misma.

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