
Los rayos del sol de la tarde comenzaron a deshacerse de su tono dorado, escondiéndose entre las sombras de la noche que estaba por llegar. En la estación había siete u ocho personas, todas distribuidas en sillas de plástico de color blanco, aunque por las manchas pegajosas que tenían más bien eran grises. La gente estaba adormilada en sus asientos, llevaban allí congelados al menos dos horas. Mismo sitio, diferentes destinos.
La estación consistía en un techo de metal con algunas columnas y varias líneas pintadas en el suelo a izquierda y derecha señalizando los andenes. En el extremo final, la señal de “toilet” pendía de un único tornillo que se tambaleaba. Dentro, el agua corría por el suelo de todos los lavabos. Había telas de araña en las paredes y el techo y los bichos no dudaban en acercarse a saludar. Decidí hacer pis con la puerta entreabierta para no tocar el cerrojo lleno de mugre. Un pis rápido: pantalones abajo y posición en cuclillas para acertar en el agujerito. Para acabar: cubo de agua.
Con la última luz del día llegó el conductor, nos dio una botella de agua y una bolsa de plástico para meter los zapatos a cada uno y arrancó el motor. Ese motor sonaba como la tos de un viejo con bronquitis. Iba a morir dentro de poco. Dentro del autobús el suelo era acolchado, con un material similar al cuero, y firme. Los asientos, que realmente eran camas asignadas por pareja, eran del mismo material. Se distribuían como literas: arriba y abajo y no tenían ninguna separación del vecino, lo cual era incómodo si no conocías a la persona de al lado. Es conocido que los asiáticos ocupan poco espacio, pues son más bien pequeños. Sin embargo, para el resto de personas ese espacio es ridículo y dista mucho de la comodidad, sobre todo para un viaje de doce horas. En la litera de arriba apenas podías sentarte sin que tu cabeza tocara el techo y, por su puesto, los pies iban recogidos: en posición fetal o con las rodillas hacia arriba. Complicado para dormir sin darle al de al lado con el vaivén de tus piernas.
La carretera cruzaba las montañas del norte de Laos. Un camino abrupto y zigzagueante con curvas cerradas al borde del precipicio. Algunos tramos, a decir verdad la mayoría, tenían enormes piedras y baches que hacían que el autobús botara hacia arriba y abajo, a izquierda y derecha. Los pasajeros, que intentaban conciliar el sueño en posturas de lo más amorfas, se bamboleaban al compás, chocando los culos entre sí y dándose manotazos y patadas, accidentales por supuesto.
Las horas fueron pasando. El conductor paró en dos ocasiones: una para el baño y otra para, lo que me pareció desde la ultratumba, arreglar el motor, o quizás cambiar una rueda. Estuvo un buen rato girando tuercas bajo el autobús de noche cerrada hasta que de forma súbita subió, arrancó y continuó su camino. A las seis de la mañana los pasajeros comenzaron a mirarse unos a otros, recogieron sus cosas y se quedaron en la carretera. No había estación, ni pueblo. Nada, solo otros vehículos aparcados en fila.
Cogimos nuestras mochilas y empezamos a caminar bajo la lluvia. Después de un rato andando llegamos a un puente cerrado con alambre de espino. Al otro lado del puente también había una larga fila de vehículos. Cruzamos la alambrada con cuidado y metimos los pies en el barro, hicimos equilibrios, pisamos piedras para no resbalar y logramos pasar con éxito. Un día más en la oficina.
Muchas gracias por la publicación, lo estoy viviendo desde el sillón de casa.
jajaja me alegro que lo disfrutes Reyes!!
Dura es la vida del viajero que acumula experiencias para el tránsito de su vida a otros lugares por conocer, más propio de un Dante errante que de un holandés…!te quiero nene¡